sábado, 7 de enero de 2017

Raíces

Dicen que somos de donde nacemos.
Allá donde empezamos a escribir nuestra historia. Desde el principio y sin saltarnos ningún capítulo. Con más o menos faltas de ortografía y muchos punto y seguido. Es posible que con distintos colores y subrayando lo bueno que nos pasaba. Que era casi todo, o por lo menos mucho. Saliéndonos de la línea más de una vez y tachando a fondo como si nos fuera la vida en ello. Borrando a toda prisa lo que no nos convencía y repitiendo una y otra vez lo que sí.
Sin dominar aquello de decir adiós, sin traumas o apegos, o incluso con ellos. Sin entender muy bien por qué esperar, cuando se puede hacer ya. En el momento presente y por uno mismo. Sin discernir el motivo de no decir lo que se piensa en cada ocasión, a cada persona, y actuar fuera de guión. Sin imaginarse nada de lo que un día vendrá, pero sin dejar que ello nos lleve al desespero, al sinvivir y a vivir continuos sinsabores. 
Dicen que pertenecemos a nuestra familia. La misma que nos da la mano cuando damos los primeros pasos. Titubeantes pero decididos. La que nos ve caer y nos ayuda a levantarnos, nos anima a empezar de nuevo, nos abraza cuando sabe que es lo que queremos. La que celebra cada uno de nuestros aciertos. Y nos alienta a superar los fallos. O al menos, nos hace verlos más pequeños, más ridículos, menos dolorosos. Y superables, siempre. La que nos suelta la mano cuando arrancamos a andar solos. 
Quedándose a nuestro lado, por si acaso. 
También dicen que pertenecemos al lugar donde crecemos. En el que aprendemos de nosotros y de los demás, a base de tropezones, de golpes y de deslices. Y que también de nuestro arte. En el que conocemos nuestros primeros amigos y hasta a algún que otro enemigo. Donde empezamos a creer, a crear, a ser. Donde empiezan nuestros orígenes, nuestros proyectos y hasta la mayoría de nuestros miedos. 
Que nada nos define más y mejor. 
Como la infancia. Esa etapa en la que todo puede ser del color que tú lo pintes y los héroes siguen siendo invencibles. Cuando estudiar es la única responsabilidad que conoces y no te roba el sueño. Cuando los problemas se solucionan echándolo a suertes o “tonto el último” no esconde ningún intencionado insulto. 
Cuando no conoces ni sabes qué es aquello de tener límites y piensas que la vida es infinita. Cuando el mundo de los mayores parece lejano y aburrido y el tiempo se mide con y entre amigos. Cuando los monstruos viven debajo de la cama, pero nunca llegas a conocerlos. Cuando los viejos juegos te dejan de interesar y empiezas a probar alguno nuevo. A explorar, a cambiar, a pensar distinto. A buscar nuevas historias. 
De esas que dicen que estamos compuestos. 
Y de personas. 
Como aquella abuela que siempre estaba ahí. La misma cuyas meriendas eran uno de tus mayores tesoros y que no te saltabas por nada del mundo. La misma que borraba el dolor de cualquier herida que tuvieras y te daba el consuelo que ninguna otra persona pudiera darte. 
Como aquella mejor amiga sin la cual tu infancia hubiera sido otra. Con la que esconderte de todos era una aventura divertida e inocente, sin que tuvieras nada real que esconder. Con la que contarte hasta el último secreto sabiendo que podías confiar en ella. Como la hermana que quizá no tenías, pero deseabas. Como parte de esa familia que sí elegimos. 
Como puede ser que en algún momento elegimos cambiar de lugar. Con total libertad, o sintiéndonos obligados a ellos. Cambiar de personas, de entorno y hasta de sueños. Ya sea por falta de trabajo, por motivos de estudio, por una pareja o por seguir viviendo aventuras. Que el motivo es el de menos, es el de cada uno. Es personal y único. 
Pero no el objetivo, que es común. ¿Ser feliz? 
Y es buscando la felicidad cuando nos planteamos qué queremos. Buscamos sin encontrar y encontramos sin buscar. Sin tener las ideas claras o teniéndolas muy claras. A veces, demasiado. A veces sabiendo bien lo que no, lo que de ninguna de las maneras, lo que ni por todo el oro del mundo. Algo que no siempre cuenta y casi nunca sirve. 
Porque por descarte también se elige, pero quizá no las primeras opciones. Ni las mejores. Quizá sí las más fáciles, las más accesibles, o las que otros no quieren. Pero lo mejor de todo es cambiar lo que no y disfrutar lo que sí. Dar los giros que queramos, hacerlo bonito. Hacer lo posible para que nos llegue, nos ilusione y nos apasione. Volcarnos en ello, en nosotros, y darlo todo. Y creer en ese futuro que queremos escribir. 
Aunque no sea fácil. 
Que los hay que lo escriben en su día a día con cierta facilidad. O quizá no tanta. Que saben ver más allá y tratan de no complicar. Que si bien hay quienes se conforman, los hay que saben simplificar hasta llegar a lo sencillo, descartar hasta llegar a lo esencial, y vivirlo. 
Los hay que sueltan antes de tener. Algunos los llaman inconscientes, otros los llaman atrevidos. Los que actúan sin miedo a quedarse “sin”, sin permanecer viendo a otros pasar, sin pasar el tiempo por pasar. Los que escriben de su puño y letra lo que vendrá después y añaden postdatas, cuantas más mejor. 
Al igual que raíces, cuantas más mejor. 
Porque puede ser que estando cerca, te sientas lejos. Que teniendo mucho o poco, sientas que algo te falta. Que algo no cuadra, que algo falla. Que aunque parece que todo está bien como está, algo no está, o algo sobra. Quizá no para los demás, Pero sí para ti. Que ni mejor ni peor, pero que no. Que no es que no. Que no te reta, que no te completa, que no te hace sentir vivo. 
Porque al final todo se reduce a eso. A vida, a vivir. Con arte o sin él, con prisas o a cámara lenta. Pero vivir, sentir, ser. A tu manera. Saber que nada se te escapa y que nada te dejas por el camino. Que haces lo que deseas, que vives como gustas. Que los que están, son los que son, y que nadie te falta. 
Porque puede que no estés en donde empezaste. Puede que no te encuentres con las mismas personas y que hasta viajes sin compañía. Puede que sepas que ni tú eres el mismo ni lo serás. Puede que no sepas ni a dónde te diriges ni quién te espera allí. Pero tampoco te importa. 

Pero tus raíces siguen. Eres tú. 

Las llevas contigo siempre. Cada día, en cada lugar. 

Y que, allá donde quieras, puedes echar (más) raíces. 

-Entre suspiros y un café-

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