domingo, 29 de octubre de 2017

El mismo idioma

Dicen que las personas ya no nos miramos a los ojos al hablar.

Y que hablamos poco, o más bien nada, o que incluso hablamos por hablar. Porque es lo que se espera en esa situación, o en ese momento. Porque queremos llenar de sonido el vacío y sentirnos mejor, o en compañía. O por escapar de esos silencios que se vuelven incómodos, que nos llenan de intranquilidad y nos obligan a actuar, a hablar, a buscar. Cualquier cosa, cualquier estupidez, cualquier excusa. Aunque no la queramos.

Que vamos perdidos.

En querer agradar, en querer triunfar, en querer ser los mejores. Pese a que el coste personal sea muy alto y nos pase factura. En recibir buenas críticas, aunque desoigamos las propias. En tratar de encajar, aun cuando no estemos de acuerdo con las medidas, con los estándares. En callar demasiado a menudo. En tirar tras usar. Una vez, como mucho dos, porque arreglar sale caro, y el esfuerzo no compensa, decimos. En arrancar con semáforos en rojo, para salir los primeros. Para que nadie nos adelante. Para llegar cuanto antes.

Que hemos sustituido a las personas, a los sentidos, a las relaciones. Que hemos cambiado los tiempos, los modos y hasta hemos alterado los resultados. Que vivimos arreglando estropicios por querer correr, por existir con prisas, por no saber decir que no. Que hemos perdido la capacidad de esperar. De sentir, de vivir. Que buscamos la inmediatez, las respuestas fáciles y las salidas, aunque sean traseras.

Que escuchamos a medias, vemos lo que queremos y sentimos bien poco. Lo justo. Que nos perdemos muchos detalles de nuestro entorno, de lo que pasa ahí fuera, de la realidad más real. Mientras nos escuchamos sólo a nosotros, también a medias, también bien poco. Que la comunicación ya no es la misma, y aunque la tecnología tiene mucho que ver, nosotros tenemos muchas más papeletas. O prácticamente todas.

Porque si bien el tiempo cambia, distorsiona y desdibuja las cosas, los espacios y los pensamientos, podemos permitirlo y verlo ocurrir… o podemos poner nuestro granito de arena. Podemos dejar que todo pase o que algo cambie. Sea poco o sea todo. Podemos quedarnos de brazos cruzados o ponernos manos a la obra. Podemos aportar, podemos invertir, podemos renovar. Y tratar de crecer. Y de aprender.

Porque podemos aprender a frenar, a no encajar donde nos queremos, y a arreglar, en lugar de desechar. A buscar soluciones que nos cuadren, que nos ayuden, que nos sirvan. A nosotros, no tanto a los demás. Aprender a exigir menos y a dar más. Aprender que cada persona es una historia, y que cada cual debería escribir la suya propia. Sin interferencias ajenas. Sin opiniones no requeridas. Sin préstamos que no esté dispuesto a pedir. Cada uno con su propio lápiz, su tiempo perfecto y sus puntos y aparte.

Y aprender a dejar de hacer.

Lo que otros dicen, lo que otros hacen, lo que otros opinan. Incluso lo que otros pretenden imponer. A pensar más por uno mismo, a no tratar de creer en lo que no. En lo que no nos llena, no nos da esperanza, ni nos regala sonrisas. A no quedarnos con borradores de futuro, que se quedan en algún cajón olvidados. A dejar ir, a no forzar, a no llorar de más. Ni de menos. A no conformarse con mínimos, a no sacrificarse por exceso. A no dejar de ser uno mismo.

Y a serlo.

Y a no fingir hablar en otro idioma, salvo el nuestro. El tuyo.

Porque dicen que no todos hablamos el mismo idioma, pero que podemos llegar a entendernos. Que es cuestión de práctica, de querer, de intentar. De expresarnos y hacernos entender. De romper barreras, buscar equilibrios, sortear mareas. De respetar diferencias y poner en común. De crecer en lugar de reprimir. De cultivar el aprendizaje sin forzar establecer distinciones, clases o discriminaciones.

Y que si no sabemos, se aprende.

Como aprender a mirar a los ojos. Al hablar, al compartir, al amar. A escuchar más allá de las palabras. A darles su oportunidad. A estar donde estamos, donde queremos estar. A no querer estar en ningún otro lugar. A percibir cada detalle, por simple que parezca. A dejarse la piel, el sentimiento, la emoción.

Como aprender a darlo todo, a dar lo mejor, a no dejar nada para ocasiones especiales. Recordar que cada día ya lo es. A bailar, con música y sin ella. A reír mientras bailamos. Y de nosotros. Y de todo.

Como aprender a respetar, a fluir, a no dramatizar. A querer y quererse. A buscar y dejarse encontrar. A regalar momentos, dibujar sonrisas y borrar las lágrimas que no sean de felicidad. A sumar, a compartir, a dar.

Y aprender a hablar (y entender) el mismo idioma.

-Entre suspiros y un café-

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