miércoles, 12 de abril de 2017

Refugio

Tenía ocho años cuando fui la primera vez. De aquella todavía éramos una familia feliz y cada verano se convertía en una nueva aventura. Mi madre se encargaba de que así fuese y una vez más había organizado todo. Pero estaba claro desde el primer momento que iban a ser unas vacaciones diferentes y que iban a marcar el principio de una parte de mi vida demasiado relevante. Ya sólo el hecho de viajar con mis tíos y mi prima, lo convirtió en algo novedoso y a la vez emocionante.
Un pueblo pesquero de la costa gallega se prestaba a un verano repleto de días de playa, chiringuitos, buena comida y paisajes espectaculares. Y cada rincón descubierto no defraudó. De hecho, todo superó las expectativas. Si no hubiese sido así, no se habría convertido en nuestro destino anual a partir de ese momento. 
Fue fácil encajar en el grupo de chavales del barrio. Al fin y al cabo, los niños tienen más facilidad para hablar el mismo idioma, ese que a los adultos se les olvida por el camino, el que hace que las cosas sean sencillas.
Cada noche, Marta, la hija de la dueña de los apartamentos, y que era más mayor que el resto, se encargaba de juntarnos a todos en el jardín. Me acuerdo, como si fuese ayer, de cada detalle. Mi prima se hizo pro jugando al escondite con sus escasos cuatro años y no había manera de que se la quedase para contar. ¡Renacuaja del demonio! Era lo que todos pensábamos. Incluso nuestros padres, que no perdían ojo de los movimientos que hacíamos desde la mesa de la cocina mientras jugaban a las cartas. 
Si preguntases a las piedras, o a las flores, o a las escaleras que suben al primer piso o incluso a los restos del limonero de aquel jardín... podrían contarte infinitas historias. Algunas de ellas todavía son secretos bien guardados entre los que estuvimos presentes y que nunca fueron revelados. Aventuras de chiquillos que se convirtieron, con el paso del tiempo, en anécdotas memorables. 
Han pasado 25 años desde aquella primera vez y tan sólo se me puede poner falta en tres. 
Allí descubrí y aprendí, a lo largo de los años, alguna que otra lección, pero principalmente lo que es la amistad y el amor aunque haya distancia de por medio. 
Ha sido refugio, lugar de escape y huida, lugar de recuperación y desconexión; ha sido paz y sosiego, regazo y abrazo; ha sido hogar cuando más lo he necesitado.
Hoy, un año más, estoy de camino a mi rincón, aunque con una compañía inesperada. Será la primera vez que comparta ese cachito de mi vida con alguien totalmente ajeno a él. Y a pesar de sentir cierto temor por dar a conocer algo tan arraigado en mí y protegido con tanto recelo durante todo este tiempo, tengo la sensación de que servirá, de alguna manera, para entender el porqué de querer regresar siempre y, tal vez, alguna cosa más.
Después de los últimos días tan eternos y de las semanas interminables, ese pueblo pesquero de mis ocho años, podrá contar en su haber con una nueva aventura.
Ojalá todos tengáis un lugar así, como yo, donde realmente podáis desconectar y descansar. Un lugar donde consigáis ser vosotros mismos mientras os olvidáis, aunque sea momentáneamente, de vuestra rutina, de los problemas y de la vida diaria. Un lugar donde recuperar fuerzas y donde cargar baterías al estilo de un móvil. 

Vuelvo a mi refugio. 
El que nunca falla. 
Toca coger aire y volver a respirar. 

"Volver a casa es dar y recibir abrazos, comprobar cómo hay gente que se alegra de verte es sencillamente una enorme fortuna, comparable a muy pocas cosas (...) Volver a casa es encontrar la solución cuando ni siquiera la estamos buscando, es mirar a tu alrededor y, simplemente, sentirte bien.

-DetallesConectados-

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