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Dicen que guardamos de más.
Y que ocupamos demasiado espacio. Que deberíamos aprender a soltar. Lo que ya no tiene valor, sentido o utilidad. Los por si acaso, los “un día”, los “es que”. Lo caduco. Lo que guardamos que nos ate. Al pasado, a lo que dejamos atrás, a lo que ya no somos. A viejos recuerdos, a antiguos sueños que ya no lo son. Y que no volverán. Y que deberíamos aprender a reconocerlo. Lo que sobra, de entre todo lo que guardamos.
Y que lo que guardamos nos condiciona. Nos define. Nos describe. Habla de nosotros y de nuestros temores. De nuestras esperanzas, cumplidas y no. De nuestros porqués, causas y causalidades. De nuestros destinos y pasos en falso. Y no tan falsos. De lo que acertamos, a la primera o a la vigésima vez. Por méritos propios o por la casualidad más pura.
Que lo que guardamos se seca. Se marchita. Se llega a echar a perder. Y olvida toda su frescura, su completa naturalidad, sus más vivos y brillantes colores. Que se pudre, y no sólo por fuera. Que una buena apariencia no siempre significa que por dentro no haya grietas. Vacío. Silencios. Y que no siempre lo tapa bien. Y que lo que se guarda con mucho ahínco, es fácil perderlo de vista y que caiga en el olvido. En el silencio.
Y que no florezca.
Y que por el camino podemos perder mucho tiempo, espacio y oportunidades. Mientras llenamos ese baúl de recuerdos, ese rincón de nuestra memoria, esa parte de nuestro interior. Ocupando un valioso lugar.
Pero que si guardamos menos y elegimos mejor, podemos hacer hueco. Para lo nuevo, para lo bello, para lo más bonito. Para nuevos amaneceres, nuevas palabras y mejores recuerdos.
Para guardar nuevas promesas, nuevos anhelos, y nuevas historias por escribir. Por dar vida. Por protagonizar.
Que lo que guardas, es sólo tuyo.
Eres tú.
-Entre suspiros y un café-
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