Una estrella. Un deseo. Un segundo.
Para pedir, para desear, para soñar. A lo grande, ¿por qué no? O a más diminuta escala, que a veces es un pequeño gran acierto. Con los ojos cerrados, bien cerrados. Para concentrarte en lo importante. En ti. En el momento. En disfrutarlo. En que no se pierda. En que no se te escape por ningún otro lado. Para impedir que nada ni nadie tome prestado el protagonismo que no le corresponde. Y se cuele. Y te robe la magia. Y rompa el hechizo. Y se lleve la atención. O que se lleve tu deseo.
Una luz que brilla. Que resplandece con luz propia y que atrae todas las miradas. Todas las que estén mirando. Todas las que estén dispuestas a no perdérsela. Que estén ojo avizor, preparadas, a la expectativa. Una luz que ilumina el firmamento. Que lo cruza antes de apagarse. Antes de brillar por última vez. Antes de desaparecer tras un segundo de gloria. Efímero, escueto, brevísimo. Pero suyo por completo.
Y fugaz.
Como fugaz es el tiempo a medida que pasa. A medida que crecemos y nos hacemos mayores. A medida que se nos acaba. Porque en su definición no cabe el concepto de ilimitado. Porque es el que es, único en cada minuto, en cada milésima de segundo, en cada ocasión. Porque es el que nos regala intentos, tantos como tengamos intención de aprovecharlos. Ensayos, para ir, venir, acertar y fallar. Estrepitosamente. O no. Eso es cuestión de cada uno. Y algo que nos facilita también es aprender de ello. Y desaprender lo que nos haga falta. Y que por muchos regalos que nos haga, ninguno es igual.
Aunque lo parezca.
Fugaz porque el tiempo no acata órdenes ni espera por nada. Ni por nadie. Va a su aire. Libre y ligero. Regalando oportunidades, a la vez que recoge las que no tomamos. Las que dejamos en stand-by, a la espera, en barbecho. Haciendo grandes planes. De cabeza, de pensamiento. Que no de realidad. Hablando mucho y haciendo poco. O más bien nada. Dejando para un luego que nunca se presenta. Para un más adelante que siempre se retrasa. Retrasando el hoy, mañana y el futuro.
Y dejando atrás.
Como dejamos atrás historias, momentos, personas. Capítulos increíbles, de los que terminan con grandes finales. De esos en que todo sale bien, más que bien. De los que nos cuesta despegarnos y dejarlos ir. O incluso aquellos que preferiríamos olvidar pero que otros acaban tornando en buenos. Soplos de alegrías, de grande dicha, y hasta de emoción desbordada. Momentos en los que se te encoge el corazón, el alma y cualquier pena, y el sol resplandece de una manera especial.
Como dejamos atrás lo que acaba. Por sí mismo o según nosotros. Lo que un día cumple su papel y deja de tener un lugar. O encuentra uno mejor. O se lo encontramos. Lo que pierde el sentido, la razón, cualquier motivo para quedarse. Para estar. Para ocupar nuestro tiempo. El limitado. El que no espera.
Una vida en la que dicen que los días son largos, pero que los años son bien cortos. Demasiado. Que podemos tener la sensación de que los días pasan lentos, a un ritmo excesivamente tranquilo… pero ay los años. Los años vuelan solos. Al igual que el tiempo. Las oportunidades. Y esos momentos que quedan atrás. Al igual que las personas, que un día están y al siguiente puede que no. Sea cual sea el motivo.
Motivo por el cual se vuelve tan importante elegir bien con quién pasamos los días y a qué dedicamos nuestros años… y con quién volamos.
Porque si fugaz es el tiempo… la vida no se queda atrás.
-Entre suspiros y un café-
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