Hace unos días afirmaba de una forma convincente y rotunda que soy de esas personas que hablan más bien poco. Siempre he sido un niña callada y algo tímida, por eso me gustaba escuchar y, sobre todo, observar. Resulta que este gusto tan… ¿particular? me ha ido acompañando durante toda la vida de una forma u otra. Sí, no me vayan a malinterpretar pero, a veces, me sorprendo observando a las personas e imagino cómo serán: sus gestos, sus movimientos espontáneos y naturales, sus palabras y hasta su forma de moverse. Todo esto habla mucho más de nosotros de lo que creemos. He aprendido que son estos gestos los que dibujan la personalidad de uno mismo, los que hablan sin palabras, los que ofrecen un pequeño resumen de una persona casi sin conocerla previamente. Ese lenguaje no verbal tan determinante del que se llenan capítulos en las clases de psicología y en los libros de autoayuda.
Gracias a esta ardua – e involuntaria – labor de observación que me ha llevado años, 33 para ser exactos, me he dado cuenta de que hay tantos tipos de personas que sería injusto y, hasta en cierta parte, egoísta querer clasificarlos en bloques de personalidad o en función de conductas de comportamiento.
Porque hay personas buenas, malas y regulares y luego están las que tienen ese carácter tan cambiante que llega a desquiciar, esos que un día bien pero al día siguiente no me mires que muerdo. Esas que sin el café de primera hora no son nadie y las que prefieren el té de media tarde. Las que reparten energía allá donde van, contagiando sus ganas, su fuerza y su vitalidad hasta al más incrédulo. También están las personas que ponen todo tu mundo patas arriba de una forma tan sutil y poética que incluso suena a música celestial.
Están las que van y vienen. Las que un día fueron y que hoy ya no están. Las que están y estarán. Y las que siempre han estado aunque no lo hayamos visto bien.
Luego están las generosas hasta la extenuación, también las hay caprichosas y decididas. Las valientes, las que hablan hasta debajo del agua, las que siempre quieren llevar razón y las que se mueven en la tormenta como pez en el agua. Las hay buenas por naturaleza, esa bondad que viene de cuna y poco o nada pueden hacer por simular un simple enfado. Las simpáticas, bordes, dulces, secas, introvertidas, dinámicas, risueñas, graciosas, impacientes, lentas y revolucionadas. Las motivadas y las asustadas ante casi cualquier cosa. Las delicadas, las efusivas, las trasnochadoras y las que coleccionan amaneceres como el que colecciona sellos. Las que sueñan despiertas y las que duermen soñando. Las almas gemelas que se dan la mano. Las personas como tú, como yo, como nosotros. Las que nunca se rinden. Y las que tienden la mano.
Están las falsas, que también las hay.
Las hay narcisistas, ególatras e independientes. Las socialmente dependientes y las solitarias por devoción, que no obligación.
Y si me permitís, os digo cuales son mis favoritas: Las de verdad. Las puras. Esas que te llenan el alma, que te regalan vida y con ellas todo es más interesante. Las que sorprenden sin pretenderlo. Las que aparentan una cosa y poco a poco vas descubriendo algo mucho, muchísimo, mejor. Las que no presentan dobleces, tal cual. O sí o no, sin término medio. Las que se pasarían horas hablando contigo de sinsentidos y banalidades. Íntegras. Completas. Coherentes. A las que una tarde no es suficiente y toda la vida se les queda corta. Las que abrazan sin remilgos ni complejos. Con las que el tiempo se detiene. Con las que no importa nada más.
Con las que quiero estar. Con las que quiero ser.
Y tú, ¿me cuentas qué tipo de persona eres?
-La chica del quinto-
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