Te prometo que un día de estos me caso.
Sí, definitivamente voy a hacerlo. ¡Me caso y no habrá marcha atrás!
Ahora bien, debo advertirte que no voy a hacerlo contigo. Ni con ella. O quizá también, ya veremos. De momento, y hasta que eso se decida, puedo decirte que me comprometo. Que subo al altar y que sí, que me caso.
Me caso con todo aquello que atesore belleza. Desde lo más grande a lo más pequeño. Desde las estrellas más brillantes hasta el aroma de una flor.
Me caso con el momento. Con las risas y una buena conversación. Con aquello que, superficial o profundo, contenga dentro de sí la semilla de la autenticidad.
Me caso con los buenos amigos y con todas las personas que sean de verdad, que para seguir fingiendo ya tuve mucho tiempo. Tiempo atrás.
Me caso con la calidez, con el color, con la piel y, sobre todo, con la calidad. Con lo que sucede lento y acaricia el paladar. Un buen vino, una chimenea, el atardecer, la mirada de después de amar…
Y es que pienso casarme tantas cedes que no habrá espacio para todas esas cosas que por frías, antipáticas o falsas hagan de mi existencia una travesía de grises y mediocridad.
Pienso casarme tantas veces que mi corazón luzca orgulloso aquella frase que escribió el día de su despertar: «Por el largo de estas venas —desde la más gruesa de las arterias al más fino capilar— solo correrá lo mejor».
-El universo de lo sencillo-
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