Dicen que los cuentos sirven para dormir a los niños y despertar a los adultos… ¿No os parece maravillosa esta afirmación? Así, sin más, los cuentos nos despiertan. Y lo hacen de la manera más inocente y sencilla que existe. Nos reflejan una realidad que a veces se nos escapa, una realidad que está ahí siempre mientras nosotros, torpes e ignorantes, nos empeñamos en difuminar entre atmósferas nubladas y borrosas que poco o nada nos enseñan y más bien nos alejan de lo que realmente importa.
Os escribo todo esto porque, hace unos días, me contaron uno, un cuento de los de verdad, de los que aleccionan, esos que son como una bofetada de verdad y autenticidad.
Al principio de los tiempos, los dioses se reunieron para crear al hombre y a la mujer. Lo hicieron a su imagen y semejanza, pero uno de ellos dijo:
– Un momento, si vamos a crearlos a nuestra imagen y semejanza, van a tener un cuerpo igual al nuestro y una fuerza e inteligencia igual a la nuestra. Debemos pensar en algo que los diferencie de nosotros, de lo contrario estaremos creando nuevos dioses.
Después de mucho pensar, uno de ellos dijo:
– Ya sé, vamos a quitarles la felicidad.
– Pero dónde vamos a esconderla. – Respondió otro.
– Vamos a esconderla en la cima de la montaña más alta del mundo.
– No creo que sea una buena idea, con su fuerza acabarán por encontrarla.
– Entonces… podemos esconderla en el fondo del océano.
– No, recuerda que les daremos inteligencia, con la cual, tarde o temprano construirán una máquina que pueda descender a las profundidades del océano.
– ¿Por qué no la escondemos en otro planeta que no sea la tierra?
– Tampoco creo que sea buena idea, porque llegará un día que desarrollarán una tecnología que les permita viajar a otros planetas. Entonces conseguirán la felicidad y serán iguales a nosotros.
Uno de los dioses, que había permanecido en silencio todo el tiempo y había escuchado con interés las ideas propuestas por los demás dijo:
– Creo saber el lugar perfecto para esconder la felicidad, donde nunca la encuentren.
Todos le miraron asombrados y le preguntaron:
– ¿Dónde?
– La esconderemos dentro de ellos mismos, estarán tan ocupados buscándola fuera, que nunca la encontrarán.
Todos estuvieron de acuerdo, y desde entonces el hombre se pasa la vida buscando la felicidad sin darse cuenta que la lleva consigo.
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Somos quejicas por naturaleza, flojitos, débiles… Sí, porque nos escondemos tras el muro de la tristeza y la pena eterna para justificarnos de todo. “No soy feliz por esto….”, “Esta persona no me deja ser feliz…” “Si tuviera esto otro sería más feliz…” ¿Os suena?
Siempre he pensado que nuestra felicidad depende en un porcentaje bastante alto de nosotros. Es nuestra responsabilidad y deber cultivar los pequeños grandes momentos, hacer el esfuerzo consciente de sentirnos bien interiormente, ser agradecidos con la vida – algo que, desgraciadamente, no es tan fácil de encontrar -, aprender a decir no cuando toca, no tener miedo – o muy poquito -, sonreír un poco más – hay gente que es capaz de cualquier cosa cuando ve una sonrisa -, respirar, contemplar, escuchar, crecer, avanzar, no pisar, respetar… En definitiva, querernos más y juzgarnos menos.
Porque no sé si la felicidad es más un estado emocional o de plenitud. Si responde a momentos puntuales o está con nosotros de manera permanente. Pero lo que sí tengo claro es que la puerta que nos conduce a ella está más cerca de lo que pensamos. Y mientras nos sigamos ocultando tras la máscara del “si yo tuviera… si yo fuera… si yo estuviera…”, algo que llaman vida, la nuestra, irá pasando de la mano del tiempo sin que podamos hacer nada para impedirlo, siendo siempre tarde para recuperar lo perdido.
Por eso, ¿nos aplicamos el cuento?
-La chica del quinto-
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