Una de las cosas que más echo de menos de Lisboa (y que me encanta sea donde sea) es la de conocer personas interesantes en sitios insospechados. Raro era el día que salía por sus calles y no conocía a alguien que tuviese algo que contar, algo que decir. Esa espontaneidad con la cual un rincón de la ciudad te sorprendía de repente.
Historias de este tipo tengo muchas. Algunas más curiosas que otras, y algunas incluso surrealistas y rocambolescas.
Esa naturalidad, más propia de grandes ciudades, la empezaba a echar de menos... hasta ayer.
En estos primeros días de adaptación y descanso, y pasada la locura de la primera semana, es extraño el día que he salido a la calle, aunque no por falta de ganas. Pero ayer lo hice y la casualidad, una vez más, me regaló uno de esos momentos para enmarcar.
Sigo diciendo que las cosas ocurren por alguna razón y que todos nuestros actos tienen un sentido, un propósito. Cada vez estoy más convencida de ello.
La ciudad y uno de sus muchos bares de siempre, me presentaron a Guadalupe. Bueno, Lupita, como quería que la llamáramos.
Ciertas personas desprenden un aura especial y Lupita estaba a punto de sorprendernos y mostrarnos ese aura que todavía guardan en su interior algunas de ellas.
Entró por la puerta algo aterida de frío. Entrada ya en años, conserva aún ese glamour de quien parece haber gozado de cierto estatus en su vida. Bien arreglada, con gusto, con sus joyas, las uñas pintadas, la bufanda al cuello e incluso con gorro. Se sentó en el taburete, a nuestro lado, y nos agradeció que se lo cediésemos en francés. Merci beaucoup.
Ahí ya me había ganado. El instinto me decía que tenía algo especial.
Mi madre respondió también con el poquito francés que recuerda de la escuela y se liaron las dos en un breve intercambio de palabras francesas hasta que llegó un punto en que ninguna de las dos sabía o se acordaba de más.
Nos íbamos a marchar pero ella, antes de irnos, nos dijo que nos abrigásemos, que hacía frío. Y ahí empezó todo...
Con ese tono de voz, ya cansado por la edad pero con ese anhelo de querer contarnos sus avatares, comenzó su historia.
Lupita tiene 88 años, pero no os engaño... no los aparenta. No por la edad en sí, sino por la vitalidad y las ganas de vivir. Se le notaba en la forma de hablar, de contar las cosas, su vida y sus historias.
Hace 40 años que se ducha con agua fría, inclusive en invierno, y nunca ha tenido un resfriado. Tal vez el secreto de la eterna juventud esté ahí.
Ha sido actriz de teatro y cantante y le encantan las rancheras y el tango. Ha viajado por el mundo y en alguno de los muchos recitales que ha dado (y sigue dando) en los centros cívicos de la ciudad, le han preguntado en varias ocasiones si era argentina. Nos contaba, mientras se reía, que siempre responde lo mismo: estuve en Argentina, es verdad. Allí vi caballos, muchos, y monté en unos cuantos... pero a mí nunca me montaron.
Está claro que Lupita, a pesar de su edad y de pertenecer a una generación totalmente diferente, mantiene una personalidad y un humor tal vez adelantados a su tiempo y que es probable que hayan sido característicos a lo largo de su vida.
Todos los días, sin excepción, se dirige al bar al final de la tarde, se sienta en la barra y espera a que le sirvan su café con galletas. Cuando acaba, le sirven a continuación una tila. Dice que así ya ha cenado y que se va tranquila a casa a descansar.
Nos despide entonando la letra de una ranchera, una de esas canciones que fue muy conocida en su momento, pero que para mi generación tal vez resulte desconocida: te vas porque yo quiero que te vayas…
Tras el merecido aplauso de las dos, nos despedimos de ella. Pero Lupita tenía que dejarnos algo más de su marca personal.
Creo que no pudo escoger mejores palabras teniendo en cuenta el momento en el que estoy: que los días que quedan hasta final de año los disfrutéis al máximo. Y que empecéis el nuevo año con la certeza de que será mejor que el anterior.
Ganas de aprovechar, de disfrutar, de exprimir la vida hasta el último segundo. Eso es lo que me transmitió Lupita en poco más de cinco minutos.
Y yo me pregunto... ¿cómo es posible que me siga encontrando con personas jóvenes (incluso a mi alrededor) con una vida apática, sin ganas de aprovechar todo lo que la vida ofrece, incapaces de salir de un círculo llamado hábito (por no decir hastío) y después encontrarme a Lupita, de 88 años de edad y aún con ganas de vivir, de hacer cosas, de compartir con los demás sus experiencias?
Qué bonitos estos encuentros improvisados y casuales cuando menos te lo esperas.
Y qué bonito ver a la gente feliz, siendo consciente que ha aprovechado y aprovecha cada instante que se le presenta por delante.
-DetallesConectados-
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